Ikuspegiak
Del segundo sexo a la tercera mujer
2008/01/28 12:40 | -k bidalia webmaster2 | Esteka iraunkorrak | Normativa por la IgualdadFuente: ÁLVARO BERMEJO(diariovasco.com)
«Con la venia de Emakunde, Euskadi sigue estando lejos de Suecia. La brecha salarial entre hombres y mujeres sigue siendo notable, la presencia de mujeres en los consejos de administración de las grandes empresas no pasa de cifras irrisorias»...
Construir la noticia al dictado de las efemérides tiene sus riesgos. Este año, por ejemplo, conmemoramos simultáneamente el centenario del nacimiento de Simone de Beauvoir y los cuarenta años del mítico Mayo del '68. La asociación de ideas los conecta de inmediato, como si la eclosión de El segundo sexo hubiera sucedido mientras aquella segunda revolución francesa incendiaba las calles de París desde el Café de Flore. En realidad sucedió mucho antes, aunque en otra primavera, la de 1949.
Cuesta imaginar cómo sería aquella Francia y el mundo de entonces, recién emergido de la II Guerra Mundial. Pero es la única manera de situar en su justo valor el impacto de este libro del que se vendieron más de veinte mil ejemplares en cuestión de días -una cifra insólita en aquel tiempo-, mientras la mayoría de la prensa se indignaba contra esta «sufragista de la sexualidad». Unos denunciando su «atrevimiento pornográfico», los más siguiendo la línea Mauriac, quien no vaciló en escribir una nota a Les Temps Modernes jactándose de que al fin lo sabía todo sobre la vagina de su directora.
La ironía puede llegar a ser una de las formas más insidiosas del antifeminismo, pero la amnesia lo es mucho más. Es cierto que Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, la gran pareja libre de los 50, fueron bastante menos excepcionales de lo que nos hicieron creer. Instrumentalizaron despiadadamente amores y amistades, fueron dos cobardes agazapados durante la ocupación alemana, y acabaron permutando la argumentación existencialista por una exaltación del marxismo que les llevaría a justificar las más ominosas dictaduras de nuestro tiempo. Nada de todo ello merma la excepcional relevancia de los análisis expuestos en El segundo sexo. Un libro cuestionable en muchas de sus afirmaciones pero constitutivo, junto con Una habitación propia, de Virginia Woolf, en la obra sobre la condición femenina que ha marcado decisivamente el siglo XX.
En una Francia angustiada por la sangría de la guerra y en plena obsesión natalista, Simone De Beauvoir se atrevió a cuestionar el carácter natural del instinto maternal, negó que existiese un destino biológico femenino y llamó a las mujeres a rebelarse contra todas las formas de sumisión. Su célebre frase, «no se nace mujer, se llega a serlo», se ve hoy cada vez más cuestionada por las últimas teorías biológicas y neurogenéticas. Ya no está tan claro que hombres y mujeres seamos idénticos y que nuestra identidad sexual sea una construcción cultural. Ahora bien, su planteamiento sigue resultando infinitamente más respetable que los despropósitos freudianos acerca de la envidia del pene.
Y algo más, algo que provoca una de esas extrapolaciones identitarias tan subyugantes en nuestra tierra. Si «ser mujer no es ni esencia ni destino», ¿cabe preguntarse qué es ser vasco, o vasca, desde una lectura paralela? Es decir, si todas las identidades responden a construcciones culturales, ¿qué es lo decisivo en nuestra sociedad: 'ser' lo que nos dicen que somos por herencia, o 'llegar a ser' aquello que queremos ser y, nos guste o no, sentimos como necesario?
En gran medida la originalidad de El segundo sexo consiste en una revitalización de los principios ilustrados a través del existencialismo. Pero incluye, asimismo, una lectura política que va más allá de la dialéctica hegeliana de la alteridad y la autoconciencia. En la Europa de los '50, el feminismo había quedado relegado a la lucha por el voto. De Beauvoir plantea un monumental salto adelante desde una estrategia magistral. De entrada se desvincula del feminismo militante, inicia su introducción hablando de las mujeres en tercera persona y del feminismo como un fenómeno externo a sus propósitos. ¿Por qué? Porque su propuesta no se limita a cambiar el papel de la mujer, sino también el del hombre.
Cuando el pasado verano el Consejo de Ministros aprobó la tramitación de la nueva Ley sobre Igualdad, las encuestas situaron esta iniciativa entre las de mayor aceptación por parte de la ciudadanía. La nueva ley pretende eliminar situaciones de discriminación sexual en los ámbitos público, privado y laboral. Pero sus raíces beben de dos fenómenos propulsados por la mirada activa de Simone de Beavoir como son, por una parte la incorporación de la mujer al trabajo en condiciones de paridad, y, por otra, la del hombre a las tareas domésticas y el cuidado de los hijos. Dos importantes revoluciones tranquilas contra inercias heredadas que, en la España y el País Vasco de 1950, castigaban cualquier desviación en este sentido como aberraciones de la naturaleza.
En el país de la casa de Bernarda Alba y del complejo de Ramuntxo, sabemos muy bien que el machismo no es solo cosa de hombres. El matriarcado tradicional puede llegar a ser una de las grandes troqueladoras de postergación y de opresión. Por todo ello resulta tan relevante que la nueva ley incluya conceptos como el de transversalidad para ayudar a transformar la igualdad legal en igualdad real, además de potenciar las políticas de conciliación, que son las que verdaderamente desactivan comportamientos culturales y laborales demasiado arraigados en nuestro país, aun muy distanciado de los desarrollados en lo que concierne a igualdad sexual.
Con la venia de Emakunde, Euskadi sigue estando muy lejos de Suecia. La brecha salarial entre hombres y mujeres sigue siendo notable, la presencia de mujeres en los consejos de administración de las grandes empresas no pasa de cifras irrisorias, y está por ver que en las próximas elecciones se hagan efectivas las medidas de paridad electoral contempladas por la nueva Ley de Igualdad. Ciertamente, sería un error que la futura norma se redujera a un mero intento de cuantificar la presencia femenina en cualquier ámbito sin atender a parámetros de valía y eficiencia. Pero desde que Montesquieu escribió El espíritu de las leyes, sabemos que no hay política eficaz sin una filosofía que la sustente.
Hace cincuenta años Simone de Beauvoir planteó una reconfiguración de la identidad femenina cuyos planteamientos están bastante menos desfasados que la mayoría de los que caracterizaron a aquel tiempo. No en vano, Gilles Lipovetsky, uno de los padres de la posmodernidad, eligió como título de uno de sus últimos libros el significativo La tercera mujer, para subrayar una idea de cambio global absolutamente conectada a los principios de El segundo sexo.
Es posible que el siglo XX haya resultado poco glorioso en materia de derechos humanos. ¿Pero quien pone en duda que, por su evolución y sus conquistas civiles, éste ha sido el siglo de la mujer?
En este 2008 en el que seguimos despertando cada día con una historia de violencia doméstica más terrible que el anterior, conviene no olvidar que «la difícil gloria de la libre existencia», como escribió Simone de Beauvoir, ya no es una cuestión de derechos. Sino el único futuro posible de la humanidad.
Cuesta imaginar cómo sería aquella Francia y el mundo de entonces, recién emergido de la II Guerra Mundial. Pero es la única manera de situar en su justo valor el impacto de este libro del que se vendieron más de veinte mil ejemplares en cuestión de días -una cifra insólita en aquel tiempo-, mientras la mayoría de la prensa se indignaba contra esta «sufragista de la sexualidad». Unos denunciando su «atrevimiento pornográfico», los más siguiendo la línea Mauriac, quien no vaciló en escribir una nota a Les Temps Modernes jactándose de que al fin lo sabía todo sobre la vagina de su directora.
La ironía puede llegar a ser una de las formas más insidiosas del antifeminismo, pero la amnesia lo es mucho más. Es cierto que Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, la gran pareja libre de los 50, fueron bastante menos excepcionales de lo que nos hicieron creer. Instrumentalizaron despiadadamente amores y amistades, fueron dos cobardes agazapados durante la ocupación alemana, y acabaron permutando la argumentación existencialista por una exaltación del marxismo que les llevaría a justificar las más ominosas dictaduras de nuestro tiempo. Nada de todo ello merma la excepcional relevancia de los análisis expuestos en El segundo sexo. Un libro cuestionable en muchas de sus afirmaciones pero constitutivo, junto con Una habitación propia, de Virginia Woolf, en la obra sobre la condición femenina que ha marcado decisivamente el siglo XX.
En una Francia angustiada por la sangría de la guerra y en plena obsesión natalista, Simone De Beauvoir se atrevió a cuestionar el carácter natural del instinto maternal, negó que existiese un destino biológico femenino y llamó a las mujeres a rebelarse contra todas las formas de sumisión. Su célebre frase, «no se nace mujer, se llega a serlo», se ve hoy cada vez más cuestionada por las últimas teorías biológicas y neurogenéticas. Ya no está tan claro que hombres y mujeres seamos idénticos y que nuestra identidad sexual sea una construcción cultural. Ahora bien, su planteamiento sigue resultando infinitamente más respetable que los despropósitos freudianos acerca de la envidia del pene.
Y algo más, algo que provoca una de esas extrapolaciones identitarias tan subyugantes en nuestra tierra. Si «ser mujer no es ni esencia ni destino», ¿cabe preguntarse qué es ser vasco, o vasca, desde una lectura paralela? Es decir, si todas las identidades responden a construcciones culturales, ¿qué es lo decisivo en nuestra sociedad: 'ser' lo que nos dicen que somos por herencia, o 'llegar a ser' aquello que queremos ser y, nos guste o no, sentimos como necesario?
En gran medida la originalidad de El segundo sexo consiste en una revitalización de los principios ilustrados a través del existencialismo. Pero incluye, asimismo, una lectura política que va más allá de la dialéctica hegeliana de la alteridad y la autoconciencia. En la Europa de los '50, el feminismo había quedado relegado a la lucha por el voto. De Beauvoir plantea un monumental salto adelante desde una estrategia magistral. De entrada se desvincula del feminismo militante, inicia su introducción hablando de las mujeres en tercera persona y del feminismo como un fenómeno externo a sus propósitos. ¿Por qué? Porque su propuesta no se limita a cambiar el papel de la mujer, sino también el del hombre.
Cuando el pasado verano el Consejo de Ministros aprobó la tramitación de la nueva Ley sobre Igualdad, las encuestas situaron esta iniciativa entre las de mayor aceptación por parte de la ciudadanía. La nueva ley pretende eliminar situaciones de discriminación sexual en los ámbitos público, privado y laboral. Pero sus raíces beben de dos fenómenos propulsados por la mirada activa de Simone de Beavoir como son, por una parte la incorporación de la mujer al trabajo en condiciones de paridad, y, por otra, la del hombre a las tareas domésticas y el cuidado de los hijos. Dos importantes revoluciones tranquilas contra inercias heredadas que, en la España y el País Vasco de 1950, castigaban cualquier desviación en este sentido como aberraciones de la naturaleza.
En el país de la casa de Bernarda Alba y del complejo de Ramuntxo, sabemos muy bien que el machismo no es solo cosa de hombres. El matriarcado tradicional puede llegar a ser una de las grandes troqueladoras de postergación y de opresión. Por todo ello resulta tan relevante que la nueva ley incluya conceptos como el de transversalidad para ayudar a transformar la igualdad legal en igualdad real, además de potenciar las políticas de conciliación, que son las que verdaderamente desactivan comportamientos culturales y laborales demasiado arraigados en nuestro país, aun muy distanciado de los desarrollados en lo que concierne a igualdad sexual.
Con la venia de Emakunde, Euskadi sigue estando muy lejos de Suecia. La brecha salarial entre hombres y mujeres sigue siendo notable, la presencia de mujeres en los consejos de administración de las grandes empresas no pasa de cifras irrisorias, y está por ver que en las próximas elecciones se hagan efectivas las medidas de paridad electoral contempladas por la nueva Ley de Igualdad. Ciertamente, sería un error que la futura norma se redujera a un mero intento de cuantificar la presencia femenina en cualquier ámbito sin atender a parámetros de valía y eficiencia. Pero desde que Montesquieu escribió El espíritu de las leyes, sabemos que no hay política eficaz sin una filosofía que la sustente.
Hace cincuenta años Simone de Beauvoir planteó una reconfiguración de la identidad femenina cuyos planteamientos están bastante menos desfasados que la mayoría de los que caracterizaron a aquel tiempo. No en vano, Gilles Lipovetsky, uno de los padres de la posmodernidad, eligió como título de uno de sus últimos libros el significativo La tercera mujer, para subrayar una idea de cambio global absolutamente conectada a los principios de El segundo sexo.
Es posible que el siglo XX haya resultado poco glorioso en materia de derechos humanos. ¿Pero quien pone en duda que, por su evolución y sus conquistas civiles, éste ha sido el siglo de la mujer?
En este 2008 en el que seguimos despertando cada día con una historia de violencia doméstica más terrible que el anterior, conviene no olvidar que «la difícil gloria de la libre existencia», como escribió Simone de Beauvoir, ya no es una cuestión de derechos. Sino el único futuro posible de la humanidad.